#historiasdeviajes
Cuento participante concurso de historias de viajes organizado por Zenda e Iberdrola
Por: Valencia-Calle
¡Señor profesor,
compañeros, invitados a la clase, buen día para todos! Nos pide el profesor
realizar una exposición oral sobre nuestras vacaciones en tiempos de pandemia.
Pues bien, mi nombre es Orlando, vivo con mi abuela paterna en el barrio Los
Pinos y nos tomamos muy en serio la cuarentena de noventa días recomendada por
el Ministerio de Sanidad.
Nuestra casa
tiene noventa metros cuadrados, dos plantas, tres habitaciones, dos baños, una
sala-comedor, un espacio para asuntos de aseo y un cuarto muy pequeño para
jugar, en donde prácticamente pasé este verano y otros días más.
A diario mi
abuela pasaba por mi habitación para llevarme al baño, darme el desayuno y
vestirme de manera adecuada para salir de viaje con mi abuelo. Fueron paseos
muy bien diseñados por ellos, quienes siendo adultos mayores y con sueño
esquivo, se quedaban hasta altas horas de la madrugada cuchicheando pormenores
de un recorrido del que no hubiera querido regresar.
Hicimos tantas
cosas en esos viajes que dudo por dónde comenzar a contar. Quiero que disculpen
mi emoción, pero tengo solo cinco minutos para compartir con ustedes lo que
tardaría un millón de años en explicar.
Todo empezó en
los ojos de mi perro Lukas. Comenzamos a imaginar cómo nos vería y luego nos
apropiamos de su mirada. Gateando a su lado, recorrimos la casa gruñendo,
ladrando, oliendo y saboreando la vida desde su perspectiva. Estando en esas
descubrimos hormigas, las espiamos y las alimentamos por días hasta que supimos
todo de ellas.
Otro día jugamos
con las sombras de la casa. Las retratamos, hablamos con ellas y nos hicimos
sus amigos. Una vez nos ganamos su confianza, organizamos un teatro en la
pared, donde, ayudados con la luz de una lámpara, convocamos figuras de
animales de todo el mundo para tener un zoológico. Así pude ver las sombras de
los seres y monstruos más raros del universo en mi propia casa.
Una tarde
sembramos maticas silvestres en unos tarros. Cada quien tenía que cuidar la
suya: alimentarla con agua, sol, sereno y con historias para que creciera. La
mía fue la que más creció y hasta dio florecitas porque le conté las películas
de Disney que había visto de niño.
Hacíamos la
siesta en el pequeño balcón mirando el cielo para encontrar formas de animales
y cosas en las nubes. Mi abuelo era un nefelibata experto y siempre nos ganaba
porque era capaz de anticipar la forma que tomaría cada nube. Se volvía loco de
alegría y saltaba como niño cuando en el cielo aparecían dragones o caras de
gente conocida.
A mi madre le
gusta practicar apnea. Entonces nos sentábamos en las sillas del cuarto de
juego, cerrábamos los ojos y, aguantando la respiración, nos sumergíamos en el
Mediterráneo a ver peces de colores en el fondo del océano. ¡Vi el mundo marino
en mi cabeza como nunca!
Un día a la
semana nos vendábamos los ojos. Fue divertido porque a pesar de vivir tantos
años en la misma casa, nos tropezábamos y teníamos dificultades para encontrar
las cosas. A mi madre se le ocurrió inventar el día sin palabras y el que
hablara tenía que pagar con penitencias. Por supuesto, pagué muchas porque me
es imposible vivir sin hablar.
Aprendí a
cocinar. Cada domingo me convertía en aprendiz de cocina con lavado de vajilla
y ollas. Hoy sé preparar desayunos, postres, sopas, zumos y muchas otras cosas,
de tal manera que ya nunca moriré de hambre. Freír huevos es ahora “pan comido”
para mí.
Lo que más me
gustaba era el juego de las palabras que hacíamos cada noche. En un frasco
había papelitos con palabras escritas; tenía que sacar uno e inventar una
canción o una historia con lo que allí estaba consignado. Yo siempre inventé
cuentos porque de canciones poco.
—¡Oye tú! ¿Y en
tu casa hay televisión? —pregunta Miguel.
—En realidad no
quedaba tiempo para ver televisión, jugar Play
o meterse a Internet.
—¿Y has pensando
en demandar a tus abuelos por someterte a todas esas cosas tan raras y feas?
—pregunta Felipe.
—Seguro todo eso
te ha dejado un trauma y tienes que ir al psicólogo —interrumpe Marilucha.
—¡No, nooo, nada
de eso! Estas fueron las vacaciones más fantásticas de mi vida. Mi abuelo murió
el mes pasado; sin embargo, este fin de semana pensamos visitarlo con mi abuela
y hablar con él un rato.
—¡Pero cómo, si
está muerto!
—Muerto está el
que no imagina, el que no sabe viajar con la imaginación.